Antes de conocer a Joaquín (Valdepeñas, 1 de septiembre de 2023), ya me había encandilado su mirada. Joaquín Brotóns, el poeta, tiene una mirada translúcida, que proyecta sobre su objeto una luz que lo inmoviliza en un instante para captarlo, sin traspasarlo ni perturbarlo, pero en la que lo mirado, si es humano, percibe haber quedado en un instante a su merced. A cambio, y si el objeto eres tú, habrás tenido el privilegio de que te mire, con quieta observancia y desde la negritud más intensa, alguien que ha vivido, deseado, amado, entregado y padecido, mucho.
Ese día en que le conocí, a Joaquín Brotóns le nombraban Hijo Predilecto de Valdepeñas en el contexto de las Fiestas del Vino. Hubo otros premiados, pero de ellos, sólo al poeta se le dio el privilegio de leer un discurso que fue muy ajustado en contenido, tiempo, amenidad, emotividad y brutal en su honestidad: «Mi camino no ha sido fácil, ha habido insultos, humillaciones, faltas de respeto pero esas palabras casi siempre venían de la chusma; en fin, me han puesto palos en las ruedas, me han puesto trampas para que cayera, pero no han conseguido convencerme, mi sitio estaba aquí, con vosotros, aquí están mis muertos, las raíces de mis abuelos y de mis padres».
Hablaba Brotóns de su «cabezonería» (así lo llamó Luis Antonio de Villena), su persistencia contra todo pronóstico de permanecer en Valdepeñas, «ciudad amada» que le vio nacer en 1952. Su «papá» puso todas sus esperanzas en el pequeño y orondo retoño de ojos negros. Había nacido en una familia bien situada, «en una casa centenaria con galería de madera en el centro de Valdepeñas lindera con la Confitería del Triunfo y la Zapatería del Colorín», siendo él el más pequeño de dos hermanas. Su padre, Francisco Brotóns, que elaboraba el vino en la Bodega Santa Pola, fundada por su abuelo en Valdepeñas, donde arribó procedente de Alicante, debió de pensar cuando nació el chaval que continuaría la saga familiar y le puso el nombre del pionero, Joaquín.
El negocio vinatero de Joaquín Brotóns, el abuelo, llegó a abastecer durante varias generaciones a los mercados de media España, además de las gargantas más respetables: «Pío Baroja, Gregorio Marañón, Ignacio Zuloaga, Joaquín Sorolla, o Juan Belmonte», entre otros. Mención especial como gaznate insigne hizo Brotóns a Antonio Díaz Cañabate, crítico taurino en ABC, cuyo primer libro Historia de una Taberna (1944), versaba sobre la tasca más antigua de Madrid, proveedora de los Vinos Brotons en tiempos de insigne clientela, y que hoy se conserva tal cual, porque está protegida: Casa Antonio Sánchez. Brotóns, que la visitaba con frecuencia acompañado de amigos memorables, como Gloria Fuertes, la retrató en El Vino de Valdepeñas en las Tabernas de Madrid (1999), así como a otras reliquias báquicas como Bodegas Rosell que aún conserva en sus coloridos azulejos propaganda de los vinos de Valdepeñas. Ramoncín se deja ver por allí.
Pero la vida del poeta, que recibió de sus padres la mejor educación: clases particulares, colegios privados y prestigiosas academias, donde se formó en materias tales como derecho, banca, comercio exterior o contabilidad y que trabajó en las oficinas de la empresa familiar, haciendo todo ello «casi obligado y sin interés alguno», corrió por otros derroteros y en aquella cepa brotaron otros sarmientos que no fueron los del vino bodeguero sino los de la bohemia, la transgresión y la poesía. Aunque el vino (de Valdepeñas, claro) siempre estuviera ahí y él lo vendiera mejor que nadie. La bodega centenaria, tras un tiempo en estado crítico, cerró en 1992, cuando él cumplía los 40, y había recorrido ya toda una trayectoria de disloque creativo, poético y cultural compartido con actores, escultores, artistas, escritores, poetas, fotógrafos y pintores, todos ellos «pecadores de tascas», esos «nidos de sabiduría plena» donde libaban «el néctar de los dioses». Algunos de ellos fueron amigos como José Hierro, Gloria Fuertes, Pablo García Baena, o Luis Antonio de Villena. Y otros amantes, porque Brotóns «adorador de la belleza efébica» experimentó «el amor ambiguo», frente a «las máscaras del desamor» de una sociedad hipócrita y cruel, dejando un rastro nítido y vívido de sus preferencias en su poesía. Un camino iniciado en su adolescencia tras leer a Luis Cernuda en La realidad y el deseo, prefiriendo así, «soñar, levitar, sentirse vivo, pleno de cultura y vida».
Así que, a Joaquín, poeta dual de mirada translúcida y tierno corazón, amante declarado (y despechado) de su tierra, sus raíces y su familia se le quebró la voz cuando nombró a sus padres: «Francisco Brotóns y María Jesús Peñasco, ya fallecidos, a quienes dedico estas palabras dado que yo, lo que soy, poco o mucho, se lo debo a ellos». Tras un emocionado aplauso que se prolongó a intervalos, Brotóns desplegó sus dotes de poeta realista-romántico transportando a los escuchantes al pasado de Valdepeñas a través de los aromas de su infancia, produciendo un gran efecto identitario: » el aroma de la vendimia, del vino que elaboraba mi papá, del mosto embriagador fermentado en las viejas tinajas de barro y otros aromas intensos como el de los plátanos maduros en el almacén o el de los melocotones recién cortados de los árboles en los meses de verano».
El colofón de su discurso dio cuenta de las razones de su valdempeño: «son recuerdos que abrasan como cenizas candentes y que en parte forjan la historia de mi empeño en no salir de Valdepeñas, mi Atenas de la Mancha, mi Alejandría». Brotóns, que además de Cernuda se buscó como poeta en el griego de Alejandría Constantino Cavafis, transmuta así su espacio vital, para emular al poeta hedonista y báquico nacido en Alejandría: «Y bebí un vino fuerte, como/ sólo los audaces beben el placer». Pero vivir en Valdepeñas y soñar con Alejandría sobrepasa lo dual, más cuando en tu poesía retratas tu vida con tanta generosidad. Brotóns nombró a todos aquellos que, para librarse de «la chusma» y salvar de ella a su poesía, le habían aconsejado salir de la «ciudad-isla»: «Aún recuerdo la personalísima voz de mi querida Gloria Fuertes»: «si te quedas en tu pueblo vas a entregar tu vida y tu obra», o del entrañable Pepe Hierro: «Joaquín, tienes que salir de tu pueblo», o la petición de Pablo García Baena: «Sal de Valdepeñas, por favor», o al bueno de Eladio Cabañero: «Con la poesía que escribes que es tu propia vida al desnudo te van a terminar quemando en la plaza del pueblo». Pues ya ven estimados paisanos que se equivocaban todos, ya que no solo no me han quemado en la hoguera, sino que me han nombrado Hijo Predilecto de la ciudad».
A mí, personalmente, me apetece tomarme un vino con Joaquín y contarle algo que me pasó tiempo atrás y no he conseguido descifrar. En 1997, organizada por la Asociación de Jóvenes Amigos de Valdepeñas, Brotóns presentó una Lectura de Poemas de cuatro poetas: Amador Palacios, Edmundo Comino, Jesús Maroto y Santiago Sastre. Hubo un día por esa época en que alguien llamó a la puerta de uno de esos poetas. Se trataba de un tipo alto y delgado, muy esbelto, iba vestido de gótico hasta el último detalle, con apretado chaleco negro de botones dorados sobre una camisa negra y pantalones estrechos negros y botas altas de cuero negras. Yo fui la que abrió la puerta y la impresión fue peliaguda. Con baile ceremonial y acusada reverencia, el monigote aquel, con rostro pintado de payaso bueno, me entregó, sin mediar palabra y con gesto encantador, un ramo de rosas negras que portaba en su mano derecha. Sólo pude recogerlo y esbozar una mueca cuando, sin más, dio media vuelta y desapareció. Ni una tarjeta, ni una pista, nada en aquel ramo extraño, misterioso y tétrico. Un año después de la lectura de poesía, en 1998, Brotóns publicó una antología con este título revelador que me retrotrajo a aquel momento mágico: Rosas Negras. El poeta, además, tuvo un gran ‘amor-amigo’, el actor valdepeñero Valentín Hidalgo, que murió en 2001, con 40 años, por un derrame cerebral y al que el poeta había dedicado un poema en su libro El espejo de la belleza (1982): «necesita del universo de la farándula/del paraíso-infierno de la farsa. /Y un mundo de magia/maquillajes y máscaras/se despierta en su cerebro». ‘Valen’, que así le llamaba el poeta, tenía las mismas-exactas características físicas que el gótico a mí aparecido. Cuando le pregunté por la conexión, el poeta me dirá probablemente que todo esto son especulaciones mías, una gozosa libadora circunstancial de vino por su inductora culpa, una enajenada mental abducida por la entrega-dolor de su poesía. Yo me confesaré seducida por la translúcida mirada de sus ojos negros que tanto conmueve y los dos lo olvidaremos.